SEGUNDA PARTE Y FINAL
Con un gesto osificado por la repetición, la portuguesa lo invitó a pasar a su cuarto, pero no hubiera hecho falta porque ya el barman se había dejado embriagar por La guantanamera, esa melodía de su tierra que, según le pareció, era una señal de que estaba asegurado contra las desgracias. No podía recordar cuánto permaneció allá adentro; sí estaba convencido de que no aguardó la aparición del alba, pero ignoraba si estuvo con la mujer una hora, dos, media. Eso tampoco era lo importante. El barman se acordaba de ella porque fue, en la noche en que se le amotinaron todas las nostalgias de su tierra y de su pacífica vida de estudiante, la hembra que asintió a su virilidad necesitada. Seguramente por eso no quiso hablar más tarde sobre ella cuando su amigo insistió varias veces, a bordo del tren infernal donde casi lo matan.
El barman tiene la sospecha de que, de no haber sido por aquella herida en el brazo, no hubiera concedido más importancia a la portuguesa. Sin embargo, en la inmensa llanura de su delirio, junto con los animales tristísimos que le anunciaban la muerte y las balas que pasaban como en cámara lenta sobre su cabeza, junto con el imperativo de beber y aquella rara cigüeña que por alguna razón inexplicable iba en busca de no se sabe qué arma, no vinieron a socorrerlo los recuerdos de la escuela, ni las viejas palabras de sus padres, sino esta ninfa blanda y reciente. Aunque se esforzó por olvidar todo lo relacionado con su participación, siendo casi un niño, en la Misión Militar Cubana en Angola, a ella no pudo olvidarla.
Cuando la ve acercarse, el barman se dirige hacia la grabadora que tiene preparada. El azar le ha tendido la mano, pues la mujer viene sola y antes de sentarse le permite verse en sus ojos todavía vitales y le regala una semisonrisa que él no se atreve a corresponder de momento. El barman no sabe casi nada sobre Portugal. Ignora quién es Vasco de Gama, que existen poetas ubicuos y tremendos como Ricardo Reis y Alberto Caeiro. Solo está convencido, y esto por puro instinto, de que los portugueses huelen distinto de toda Europa y sus hembras son capaces de proporcionar un consuelo verídico en instantes de miedo.
UNA PORTUGUESA, UN BARMAN
Ahora lo ayudará la música. No recuerda el nombre de la portuguesa, pero sí su mirada, el espíritu de su piel más maternal que erótica, y quiere sobornar el ritmo exultante de La Guantanamera, para que lo ayude a revivir aquel único encuentro de una noche bélica del que, como otros de una medalla, él hizo el centro de su estancia en África. Finalmente se decide a hablarle y comienza por lo más lógico: qué quiere tomar. La portuguesa sonríe sin reservas y señala con el dedo una Coca-Cola. El barman le sirve, cobra y ella aparta unas monedas del vuelto. Él se queda mirándola, ella ofrece su semblante tranquilo, hay un destello de paz y hermosura pospuesta en cada uno de sus rasgos, y el barman por primera vez tiene dudas.
Y si no fuera ella, piensa ahora comenzando a inquietarse, hasta que resuelve hablarle por las claras: «¿No te acuerdas de Angola?», le pregunta en un portugués escabroso, pero dice «de Angola», no «de mí». La mujer vuelve a sonreír y eleva los brazos en un gesto de impotencia. Después baja la vista y bebe su refresco, al tiempo que él oye una voz sin saber de dónde que dice: «Esa turista es muda».
El barman se ve tranquilo, después finge que bebe un poco de agua, pero en realidad es alcohol. Muda, se dice y comprende que aún no ha resuelto nada porque, por raro, por risible que pudiera ser, no conserva ninguna certeza de que la portuguesa le hablara aquella noche remota en que, por casualidad, fueron una misma vibración, una misma idea sobre la soledad y el frío. A lo sumo puede evocar ahora su cuerpo moldeable, el refugio que ella no le escatimó, a la luz empobrecida del cuarto y algún que otro gemido, un grito minúsculo por alguna caricia acertada, pero no; definitivamente no recuerda una palabra de su boca.
En otras circunstancias el barman habría corrido en busca de la foto que tomó sin decir nada de la mesa aquella noche. Es la única manera de matar sus dudas, pero ahora resulta imposible, porque la dejó entre los papeles que le dio a su amigo cuando lo bajaban del tren donde casi lo matan. A su amigo que, sin poder sospecharlo siquiera, murió baleado al día siguiente bajo un cielo tan perfecto que parecía un absurdo.