Lo que queda del día / The Remains of the Day (James Ivory, 1993).

La historia de una mansión contada a través de su personal de servicio, dirigido por el mayordomo y el ama de llaves, entre los cuales existe una relación romántica especial, extraña e imposible.

Adaptación cinematográfica de la obra de Kazuo Ishiguro, novela que posee un desarrollo dramático original: el señor Stevens, el mayordomo de Darlington Hall, va contando su historia pasada al mismo tiempo que realiza un viaje en coche en el presente; en sus diferentes paradas escribe lo que le ha sucedido inmediatamente antes, entrelazándolo con sus experiencias como mayordomo en los convulsos tiempos anteriores a la Segunda Guerra Mundial, y su relación con la señorita Kenton. Entre ambos hubo una relación romántica que nunca llegó a cuajar por el empeño de Stevens de dar prioridad a su misión en la vida, que según él es la de todos: servir a su señor.

La película está dirigida por el californiano James Ivory, verdadero especialista en este tipo de cine y género que, pese a la distancia, maneja a la perfección como si fuera un auténtico inglés, la verdad. Una quizás exagerada interpretación de Anthony Hopkins contrasta con lo impecable del trabajo de Emma Thompson, junto a secundarios de toda la vida como James Fox y Michael Lonsdale. También destaca el padre de Stevens, el actor Peter Vaughan, al que recordamos en su papel de patriarca brutal en «Perros de Paja» (quizás por eso fuera elegido para este papel, nuevamente de padre).

Mención especial para la música de Richard Robbins, un incondicional de Ivory, que en esta ocasión compuso una pieza realmente maravillosa que se amolda perfectamente a la historia, pero sobre todo al ambiente de la cinta, puesto que el lugar y la época no dejan de tener su enorme atractivo.

Temas recurrentes del film son la dignidad, la lealtad, el amor y la memoria, pero por encima de todos ellos planea la represión social y política, que aquí no llega a golpe de porra, sino de posición de clase y situación económica. En un sentido más amplio, cobra relevancia el paralelismo entre los nazis que se reúnen en la mansión buscando una paz pactada con Inglaterra, y el fascismo de los burgueses y aristócratas ingleses que, aunque se opongan, siguen siendo igual de bestias. Además, Lord Darlington es un antisemita (luego arrepentido).

El amor entre Stevens y Kenton es, pues, imposible, porque se enmarca en un ámbito laboral, represivo y opresivo, donde cada persona juega el papel de «pieza», de obstáculo, y donde por lo tanto el amor es otro obstáculo, uno a esquivar, pero porque está ahí. Mientras la señorita Kenton llora amargamente, Stevens intenta consolarla comentándole un aspecto trivial del trabajo: la colocación incorrecta de un objeto en la mansión.

Stevens realiza su viaje posterior porque cometió errores en el pasado y, «de alguna manera», va a intentar repararlos. Le comenta a un extraño que está orgulloso de decir que en Darlington Hall dejó sus mejores años de servicio (no los mejores de «su vida»). Aparentemente no busca volver por amor (por supuesto que sí) con la señorita Kenton, en ese momento separada de su marido: quiere que vuelva a ser el ama de llaves de la mansión, que ahora tiene otro propietario (un estadounidense inculto), y que por lo tanto se encuentra en plena reestructuración de personal. Ella rechaza la «oferta» laboral/amorosa porque su hija va a tener un bebé y quiere estar cerca de ella y, en consecuencia, de un marido al que no ama. Un convencionalismo más.

Nunca llegarán a decir lo que piensan, lo que desean. No sabemos quién de los dos es más desdichado. Mientras la señorita Kenton llora a mares en un autobús que se marcha bajo la lluvia, Stevens se despide de ella quitándose el sombrero ceremoniosamente. Antes, se lo ha dicho claramente, llamándola por su nombre de casada: «tiene usted que cuidarse mucho, señora Benn».

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