Caminaba apoyando los ojos en las piedras del camino. Llevaba la cabeza llena de agua y el agua era tanta que le salía en bruscos pensamientos, en descomunales deseos de bebérsela y hasta en los dolores de espalda que empezó a sentir al segundo día de camino. Quería lamentarse y no encontraba otra frase que «agua, agua, agua». Quería morirse, pero lo frenaba el terror a morir de sed. Sin entender cómo, pero sin asombrarse, se vio de pronto caminando por un desierto diferente a cualquier otro, porque este era frío; ardiente pero frío, y cubierto de lado a lado por unas nubes cansadas, como mujeres gordas.

Por eso cuando reventó la tormenta, ya él no tenía lugar en el cerebro para el agua real, y siguió arrastrando por la arena su sed y su cansancio y también una sarta de lamentos y algunas lágrimas. Y como el desierto —esto lo había intuido de forma muy vaga— iba a resultarle infinito, no podría dentro de tantas horas reconocer al pez que lo observó con un ojo turbio cuando él se dejó caer sobre la arena mojada.
—Usted por lo menos lo sabía —le dijo el pez sin rodeos.
—Pero no podía imaginar que fuera ahora —se sacó él las palabras antes de que fuera tarde y, como había creído que el pez era un caballo, se asió violentamente a las brillantes crines.
—Usted por lo menos no está solo —dijo el pez sin hacer caso porque su primera intención no era entablar diálogo, sino mortificar.
—¿Y quién me sigue, a no ser el abandono? —volvió a preguntar él, acomodándose ya en busca de buena postura.
—Usted por lo menos es un hombre —replicó el caballo y comenzó a marcar en la arena unas herraduras transparentes.
Él se sujetó como pudo a una aleta, se tragó como pudo un miedo acuoso y pugnó por morirse en el trayecto. Pero la muerte se le quedó en el sueño y el pez tuvo que removerlo varias veces, ya al otro extremo de las horas. Él no despertó. Entonces el pez lo elevó sobre su cabeza, cobró una bocanada de lluvia y lo lanzó con fuerza sobre las dunas.

—Usted por lo menos ve más lejos —le dijo enseguida, porque ahora sabía que estaba despierto.
—Pero las más de las veces confundo las líneas y al final no sé qué hacer con el amasijo de imágenes que se me forma —le contestó él, preocupado.
—Usted por lo menos puede confundirse —dijo el pez suspirando.
—Ahora mismo te estoy confundiendo con un pez enorme.
—Soy un pez de gran porte.
—Ayer creía que eras un caballo.
—Caballo soy desde que ando el mundo —dijo el pez y le esculpió en la espalda una patada amplísima.
Él enfiló un horizonte cualquiera tratando de olvidar pronto al caballo. Anduvo un día, después otros dos bajo la lluvia y al tercero —que en su cuenta era el séptimo— cayó sin conocimiento en una hondonada a medio cubrir por el agua, pero el impulso de la proyección le alcanzó todavía para ovillarse como un feto porque había tenido tiempo antes de cerrar los ojos de confundir aquel sitio con un vientre cálido.
Pero como la sed se había obstinado en seguirlo a todas partes, aprovechó ahora para manifestarse en el duermevela y lo obligó a pensar en un arroyo que adornaba una montaña, y lo obligó a sentir el fresco del arroyo, y lo hizo abrir la boca y aspirar en desorden toda el agua que le cupo en el estómago y en la cabeza, hasta que no le cupo más agua y comenzó asqueado a expulsarla por la nariz; pero como el agua le seguía penetrando por la boca, nació en su cuerpo una corriente ahora sobria que circulaba sin obstáculo desde la boca al estómago, a la cabeza y luego a la nariz para ser expulsada nuevamente y otra vez entrarle por la boca.

Estuvo así nueve días —que en su cuenta fueron meses— y, a punto de morirse de verdad, apareció el pez que pudo sacarlo, con trabajo, del agua del pantano.
—Usted por lo menos iba a morirse —le dijo el pez, pero él escuchó solo un relincho triste y se incorporó para acariciar al caballo.
En ese momento pasó una estrella sobre el desierto mojado y ellos se palmearon las espaldas por instinto. Basándose en el vuelo de la estrella, él creyó que el pez era su amigo y sacó un trozo de pan para dividirlo. Pero el pez le propinó en la mano un coletazo y el pan voló destrozado.
—Usted dijo ser un hombre.
—No le puedo asegurar —respondió él porque no recordaba haberlo dicho y tampoco recordaba ahora ser un hombre.
Entonces el pez sacó una pelota y un anillo, sonrió confiado y explicó:
—Jugaremos todo el día. El que pueda vencer deberá someterse. El perdedor lo obtiene todo —y metió la pelota por el anillo.
Jugaron tres días sin parar, y al anochecer del tercero ninguno había podido ganar. Él estaba cansado, pero el pez lo estaba el doble. Él ahora no quería perder. El pez, como adivinando, le propuso:
—Usted debe rendirse.
—Soy un hombre —respondió él—, ahora sé que soy un hombre.
—Un hombre solo no es un hombre —se rio el pez.
—Un hombre no está solo mientras piense —dijo él y ganó.
Enseguida el pez comenzó a gritar y a revolcarse en la arena, porque mientras jugaban había cesado la lluvia. Él no lo miró. Tiró la pelota bien lejos y subió al caballo.
—Debo apurarme —repetía asido a las brillantes crines.