PRIMERA PARTE
El tren era largo, lento como el sopor que se había desplegado sobre la llanura y aflojaba la visión, la mano que sostenía el arma porque esa era la orden: no descuidarse, no apartar mucho el fusil. Permanecían sentados, las espaldas adheridas a uno de los tanques que llevaban hacia el norte, mutilado por una batalla. Compartían un cigarro insalubre y se encelaba cada uno en las líneas de la última carta llegada de Cuba. Al rato un soldado se arrodilló, empuñó el arma y dijo: «dispara». El otro terminó de inhalar la bocanada sin espíritu del cigarro y levantó el fusil.

Los arbustos que en ese instante les pasaban por enfrente saltaron en pedazos y el eco de la tarde siguió barajando el estruendo. Los soldados volvieron a sentir en sus espaldas el frío metálico del tanque. Con la mirada lejos, uno habló sobre la carta que había estado leyendo. Sonreía al recordar a su novia. Me escribe que se deja crecer el pelo, expresó satisfecho. El otro prefería rememorar la ciudad más reciente, las conservas que trocó por bebida, por cigarros y cierto espacio de un anochecer que había ocupado en alquilar mujeres.
«Había una portuguesa…», dijo y suspiró sin completar la idea. Después continuó: «Por su talla daba la impresión de ser más flaca de lo que resultaría. Traté de hablarle en portugués, pero ella me ordenó silencio. En una oscura grabadora tenía puesta La Guantanamera. En la cálida bruma del cuarto me ofreció brandy, me pidió que la ayudara con el vestido. Sus muslos comenzaban a ceder, el vello era demasiado, pero la portuguesa fue amistosa. Al final me deslicé hacia la grabadora y puse de nuevo La Guantanamera».
—¿Sí? —preguntó el otro soldado, tratando de que su compañero contara un poco más.

Pero no recibió respuesta. Comprobó que se había quedado pensativo y no quiso devolverlo al ámbito reseco de la llanura interminable. Encendió otro cigarro y se dispuso a fumarlo con esmero, tratando de extraerle todo el gusto, el éxtasis momentáneo que volvía a quedar escondido. Entonces lo lanzó hacia fuera y se incorporó. Avanzó hasta el final del carro en movimiento apoyándose en los laterales del tanque inservible y se puso a orinar. Se dejaba vaciar suavemente, sin ejercer presión, y observó como el chorro dorado pasaba entre los dos carros del tren y caía en la línea áspera.
El soldado, más que ver, adivinaba el polvillo rebelde que el líquido de su orina levantaba de la línea cuando una ráfaga de gran potencia enmarcó la tarde y su carro, obligándolo a lanzarse sobre el piso de acero. «Hijos de puta», susurró mientras se arrastraba bajo el tanque y comenzaba a disparar a ciegas. Cuando consumió el cargador, se vio envuelto en un silencio apático y comprendió que había sido apenas una escaramuza, algún Unita apostado cerca de la vía, razonó y entonces pudo escuchar la voz de su amigo. Salió de bajo el tanque y lo encontró recostado a una estera, en la misma posición en que conversaran anteriormente, pero se dio cuenta de que se sostenía un brazo contra el cuerpo y lo miraba asustado.

«Me dieron», le dijo y él sintió miedo a su vez, una agitación impostergable que lo impelía a examinar aquel brazo, pues saber que la herida era insignificante los tranquilizaría a ambos. Pero el soldado herido no se dejaba inspeccionar. Se negó con monosílabos, después fue alzando la voz y se replegaba sobre sí mismo, hasta que vieron la humedad oscura de la camisa deslizarse rumbo a la cintura y comenzaron a gritar para que viniera el teniente.
UN SOLDADO HERIDO
La bala había atravesado el brazo, pero ahora no sangraba. Las vendas ofrecían un alivio momentáneo y en la calma también provisional, junto al monótono choque de las ruedas contra los raíles y los deseos de cerrar los ojos y dormir a despecho del peligro, se volvieron a escuchar las voces de los dos soldados.
—Hay que disparar más seguido —dijo el que estaba intacto, sin gran convicción—. Cada arbusto es un probable enemigo, una posibilidad de muerte —agregó de corrido, como repitiendo las frases de algún manual.
—Así es —confirmó el soldado herido.
—Habla otra vez de la portuguesa —le pidió el compañero.
El soldado herido sonrió.
—Actuaba como si lo supiera todo —dijo—, esa seguridad que solo es auténtica en los jefes, pero sin menoscabarte.
—Habla sobre ella desnuda, en la cama —especificó el otro.
—También —contestó el soldado herido—, allí también puede decirse que era sabia.
Comenzaba a hacer frío tras la partida del sol y los soldados se recostaron uno al otro. En la oscuridad incompleta se deslizaban unas sombras de delirio y ambos, por separado, las tradujeron en anuncios sobre los peligros que aún vendrían. «Ayer antes de salir hubo requisa —comentó uno— tú estabas en la guardia. Vino el teniente y reviró los dormitorios, pero halló poco: algunas revistas, ya sabes, y a mí me confiscó un libro». «¿Cuál?», preguntó el otro. «Uno sobre la guerra, Sin novedad en el frente; el teniente me dijo que lo mejor era no leer eso ahora».

El soldado herido ignoraba que existiera un libro como aquel y no quiso saber más. Ahora lo preocupaba el presente llano donde oscurecía sin remedio, y junto al frío, bajaban a tenderse sobre ellos las tensiones equívocas de la ceguera que arrastraba la noche. El tren avanzaba con indiferencia, ni rápido ni lento por la geografía magra, casi eterna según razonaban los soldados, que habían extraído las capas de agua y las colocaron sobre sí de pies a cabeza, dejando una sola abertura para los ojos y el fusil.
Hacia los otros carros se dejaban ver a intervalos las lucecillas de los cigarros, a pesar de la prohibición nocturna, y alguna ráfaga como al desgaire volaba hacia la maleza próxima. El herido comenzaba a temblar. «Siento frío», reafirmó y puso a un lado el fusil. «Debes tener fiebre», le dijo su amigo y palpó a tientas en busca de su rostro para convencerse. La mano se topó con un calor inusual y el soldado sano la retiró lleno de alarma. El herido pidió de beber. Su compañero le alargó la cantimplora, pero en ese momento cayó sobre ellos un trueno y el tren cansino comenzó a iluminarse de manera fantasmagórica.
«La voz de un arma depende del calibre —pensó el soldado intacto— y aquí nadie lleva una tan pesada. Ese tono de bajo no es el de un AK» —insistió mientras se apuraba a deslizarse bajo el tanque, pero su amigo tenía sed y se resistía. El soldado pretendía disparar y atender al herido al mismo tiempo, mas la negativa de este a tenderse, sumada a la sorpresa, hacía que su mente se fuera quedando vacía y él paralizado de rodillas, como una estatua iluminada por los relámpagos del ataque. La voz ubicua del teniente lo zarandeó desde algún lugar con su exigencia a responder con andanadas en cadena, y pudo llevarse a su amigo tras la estera opuesta a los disparos.
«¡Fuego, fuego!», insistía el teniente a cada pausa y él pulsaba el gatillo mecánicamente. «Es curioso —pensó en una ocasión— que, para pelear aquí, a diez mil kilómetros, se nos arengue con el nombre de patriotas cubanos. Es también nuestra bandera la que defendemos en la práctica, pues la angolana la conocemos de reiteraciones colaterales. Yo pocas veces me acuerdo de Angola cuando disparo», se dijo el soldado y soltó una ráfaga que le sonó singularmente alto y entonces comprendió que el tiroteo había cesado y silabeó el nombre de su amigo.