La naranja mecánica es «disgusting»

Entre la novela publicada en 1962 por el británico Anthony Burgess y la película que estrenó en 1971 Stanley Kubrick hay una tensión que no acaba de romper la cuerda. De hecho, el rompimiento sería lastimoso. La naranja mecánica es ahora y, sobre todo lo demás, la película de Kubrik. Y no porque las imágenes valgan más que las palabras, sino porque el cine es espectáculo, celeridad y resumen. Y en medio de todo hubo jaleos como los de 1968 y la política corcoveó a causa de las explosiones.

La novela de Burgess se asienta en hechos reales: la violación de su mujer, embarazada, por soldados norteamericanos en Londres, en 1944. En la adaptación cinematográfica los marines son cambiados por jóvenes nativos de clase media. Cuatro hooligans liderados por Alex DeLarge, que hablan una koiné a base de ruso, inglés y la jerga cockney, y aman las drogas y la violencia. La naranja mecánica provocó un escándalo consistente y malintencionado.

LA NARANJA MECÁNICA EMPIEZA A GIRAR

Pues si bien la violencia es en el film de Stanley Kubrik una cosa que no da respiro, hay otro costado suyo que no consiste en garrotazos, sino en coerción.  Alex DeLarge es una suerte de Joker que siente y actúa a lo tremendo; si música, la clásica; si violencia, hasta la última gota de sangre. Pero los siquiatras que lo reeducan  no son menos violentos, aunque no lleven bastones.

En todo caso La naranja mecánica de Kubrik se desmarca de sus fuentes literarias porque 1971―ya se dijo― no se parece mucho a 1962. La trama, recuérdalo, se ubica en el futuro. Justo como la novela 1984, de George Orwell. Y qué casualidad: ese futuro no es halagüeño ni por asomo. He optado por no hablar de lo cinematográfico en sí de esta obra maestra, de su fotografía, del entorno musical, que es un hábitat más que un simple entorno, de sus grandes planos con el careto de Alex DeLarge, convertido en definitiva en un pobre diablo.

Porque el relajo y la violencia, con orden. Y donde mandan loqueros y celadores de alta gama no mandan cuatro granujas, por más que apaleen y por más que violen. No lo olvides, no es la violencia en sí lo que molestaba de La naranja mecánica. Es, en todo caso, que el cinismo y la impiedad que destila esa joya no los inventó Stanley Kubrik. Ni siquiera Anthony Burgess. 

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