Los coágulos de luz

PRIMERA PARTE

Mi mujer me dejó en las redes sociales un clip de video que se volvió viral. Duraba apenas veintitrés segundos y en él me advertía que la estaba empujando al suicidio. Era una toma del rostro sobre un fondo de cortinas carmesí puestas para suavizar el resplandor que de otro modo irrumpiría como un maremoto a través de la ventana. Identifiqué sin esfuerzo el escenario: la casa de sus padres, si bien no había alusiones explícitas a la escena, ni ella mencionaba mi nombre. Mirando fijo a la cámara de su celular, mi mujer se limitaba a responsabilizarme de su desequilibrio y concluía: Me voy a matar. Estás advertido. Y hacía tremolar una hoz cerca de su cuello.

Yo llevaba tres meses en Nueva York. Viajé gracias a una beca de la fundación #RiskyImaging, que había concebido un programa fantástico para una decena de artistas latinoamericanos. Soy un buen fotógrafo o, más bien, un fotógrafo bien preparado, y superé la prueba de admisión, aunque mi mujer se había opuesto desde el principio. Consideraba que irme a Nueva York equivalía a abandonarla. Tenía una pésima opinión sobre mi sentido de la fidelidad, por ejemplo, y me bombardeaba con llamadas en las que me exigía el regreso, toda vez que no pudo evitar la partida.

#RiskyImaging tenía su cuartel general en la azotea de un edificio de Fulton Street, en Brooklyn y nos había facilitado a los becarios unos apartamentos a pocas cuadras de allí, en Atlantic Avenue. El mío debía compartirlo con una guatemalteca muy simpática, que en cuanto me vio entrar se deshizo en elogios hacia mi camiseta, en la que había impresa una foto de Los Van Van. Le dije que al terminar la beca se la dejaría y me hizo un gesto de asombro que me pareció artificioso. El apartamento era pequeño: un hall en el que se apretujaba un sofá de cuero (falso) y un remedo de estufa sobre la que se alzaba un televisor; dos cuartos, el baño, un comedor con una mesa plegable y una kitchenette en la que no había sitio más que para una persona, así que en los trajines del alimento debíamos turnarnos la guatemalteca y yo.

Y APARECE BARB

Pero estábamos en Nueva York, contábamos con un buen mecenas y asistíamos a talleres con algunos de los fotógrafos más exitosos de la ciudad. Uno de ellos, conocido por The Barbarian, nos orientó un ejercicio consistente en fotografiarnos entre nosotros mismos, en el mismo lugar a diferentes horas, desde el amanecer hasta la media noche. El ejercicio tenía carácter evaluativo. Por nuestras fotos nos conocerían, literalmente, pues servirían para decantar el grupo de forma paulatina, hasta quedarse con un solo fotógrafo, a quien se le organizaría una exposición.

The Barbarian era un rubio rechoncho con drelos, al que a veces llamaban simplemente Barb. El problema de nuestra profesión era la luz, decía, y bastaba con volverla nuestra confidente para conseguir una gran imagen. Por el contrario, si la dejábamos a su libre albedrío, había momentos en que la luz hacía estallar los mejores encuadres. Llamaba «coágulos de luz» al resultado de algunas tomas en las que el fotógrafo —Barb no perdonaba ni a los maestros— se había concentrado tanto en su objetivo, que no detectó algunos relumbres vergonzosos en el conjunto.

La guatemalteca era aficionada al vino y había sabido que en algunos mercados de Manhattan lo podía comprar por menos dinero que en Brooklyn. Una tarde me pidió acompañarla, pues pensaba adquirir no menos de diez botellas, de modo que le alcanzaran para unos cuantos días. No es que sea una borracha, me aseguró, simplemente tengo buenas costumbres. En Fulton Street bajamos a una estación llamada Kingston Throops y tomamos el C Train hasta la parada de la Calle 14. Allí salimos a cielo abierto y anduvimos unas diez cuadras. La tienda de vinos estaba decorada en decenas de matices del verde y ofrecía variedades exclusivas y otras menos costosas. La guatemalteca adquirió unas botellas de Sauvignon blanc y otras de Marsanne, que me entregó luego de pagarlas. La cajera las había colocado en bolsas individuales que introdujo después en una bolsa mayor de papel resistente, así que le tomé el peso al fardo y salimos, yo más lento, ella feliz y en la esquina por poco colisionamos con The Barbarian.

Nos hizo media reverencia antes de echarse a reír. Después nos abrazó y dijo algo sobre lo rápido que descifraban los extranjeros los secretos de Nueva York. Llevaba en ristre una Canon de buenas proporciones y, a la espalda, una mochila de la que sobresalía un teleobjetivo. La guatemalteca me miró, como excusándose por lo que se disponía a hacer y propuso que nos sentáramos en algún café a charlar un rato. Barb no tenía objeciones.

CONTINUARÁ

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *