FINAL DEL CUENTO DEL DOMINGO ANTERIOR
Cenamos con él. Apenas penetramos en el restaurante nos llamó con gestos aparatosos desde la mesa que había ocupado solo, junto a una ventana. Primero me saludó a mí, con la mano tendida y el esbozo de una reverencia. Supuse que el ambiente semilujoso del restaurante lo inclinaba a cierta etiqueta. Mi mujer se acercó después y él le besó el dorso de la mano y ella sonrió delicada: «¿Tampoco se acuerda de mí, madame?», susurró el potro, serio y diplomático, como si le fuera en ello la dignidad: «No —dijo mi mujer, desplegando una servilleta de color rojo—, por más que me esfuerzo, no lo ubico a usted entre los alumnos de nuestra escuela».

Él se recostó, creo que desconcertado, y yo miré afuera, donde un mundo que se teñía de malva mostraba los techos corroídos de los alrededores del hotel y más allá unas calles sin portales, como cintas mugrientas, y más lejos aún pequeñas elevaciones semejantes a vacas sin aliento. («De verdad que no me acuerdo de él», me diría mi mujer más tarde, ya en la habitación, y yo, molesto por la aparición del potro y con escasa conciencia de mis asociaciones, volvería a pensar en las suaves montañas de las afueras, a punto de hundirse en la noche).
De momento el potro propuso un brindis.
Mi mujer levantó su copa y la llevó primero al encuentro de la suya; después me dejó brindar con ella.
En toda la cena no pude deshacerme de la sensación de absurdo que fluía de cualquier cosa: de la sonrisa casi perenne del potro, de su insistencia en que alguna vez fuimos los tres casi amigos, de la seguridad con que mi mujer repetía que no lo recordábamos, sin miedo a herir su diplomacia, mientras el restaurante seguía bullendo con su olor a comidas quizás demasiado grasosas, movilizado por un piano de sonido oscuro y persistente, por el ir y venir de los huéspedes alegres, de las camareras circunspectas. Cuando quedaban apenas dos parejas en el salón, y veíamos llegar nuestros cafés, se nos acercó una empleada. Vestía con más elegancia que las camareras y se inclinó sobre el potro.

—Señor —le explicó, respetuosa—, ya sabemos lo de su cámara. Veremos qué se puede hacer.
El potro titubeó. Después dejó ver una sonrisa breve; después dijo que sí, que eso esperaba, por supuesto, y nos guiñó un ojo mientras sorbía el café.
—Una cámara —admitió con gravedad—, una cámara que se me extravió no sé cómo.
Lo observé con indiferencia. ¿Pensé, por un segundo, en devolverle la Nikon? ¿En dejarla por lo menos cerca de donde pudiera recuperarla, si comprobaba que era la suya? Claro que no. Algún perverso arranque me llamaba al estudio fotográfico, a revelar su interior como si legítimamente me perteneciera.
Y pude por fin escurrirme por entre el trágico olor del caballo que roe ciertas esquinas de Santa Clara, y pregunté en el estudio cuánto demoraría mi rollo en ser revelado, y me dijeron que apenas una hora. Pensé mientras esperaba que quizás no debería husmear en la vida del potro, en sus afanes por dejar constancia de lo que le parecía importante. Pero no había perseverado tanto para rendirme por dolores más o menos leves en la conciencia.
Pagué.

La calle en la que me senté —creo que le llaman El Boulevard— era un corredor de adoquines entre edificios de mucha cristalería que no han sido contaminados por la bruma del orine añejo. Las fotos comenzaban con un desfile de interiores, de patios y galerías que yo creía exclusivos de Trinidad. Comprendí que todas aquellas casas pertenecían a Santa Clara.
Observé con previsible indiferencia las inclinaciones arquitectónicas del potro —porque no debes dudar que la Nikon era la suya—, hasta que apareció una foto distinta. Santa Clara me sintió temblar frente a mi mujer en ropa menor: un sostenedor de encaje y unas bragas pequeñas, tensadas sobre las caderas. En las bragas, posada con irónica perversidad, había una mancha de color rojo.
Mi mujer, valientemente, se negaría a reconocerse en su propia imagen. Me exigiría precisiones, deduje, vanas coincidencias de última hora que me harían parecer ridículo, poseyendo incluso aquella prueba. Sería capaz hasta de poner en duda la historia de la cámara, el hecho de que en verdad perteneciera al potro. Por lo tanto, decidí no darme por enterado de nada. Por el momento, al menos. Quise, eso sí, sondear hasta donde pudiera al potro, fingir que le iba tomando simpatía mientras lo empujaba a develárseme en lo que era. Así de sencillo y trágico. Amigo de la perversidad cuando se trata de los demás, me estremecía ahora la idea de que mi mujer pudiera ser con otro tan hembra como conmigo. ¿Y aquella mancha en rojo?

VARIACIONES EN ROJO
Regresé despacio al hotel, envuelto en el olor del caballo y en una ira que reconocía ambigua, peligrosamente moldeable. En el ascensor pedí el piso del potro y al salir busqué la fotografía de mi mujer para verla nuevamente. Era ella, sin dudas, con su sostenedor de encaje y el blúmer manchado de rojo. En una foto no muy reciente, debo admitir.
Sólo que, a unos pasos de la puerta del potro, vi venir a la empleada que se nos acercara la otra noche durante la cena a tranquilizarlo respecto a su cámara. Me repetí que parecía alguien de cierto rango, lo que de hecho la sacaba de la categoría de empleada. La mujer se dirigía a mí. Con una sonrisa demasiado neutral me hacía detenerme y me informaba que poseía algunas evidencias en mi contra.
Me mostré asombrado.
Ella, haciendo cascabelear un manojo de llaves, puntualizó:
—Sabemos que tiene la cámara de su amigo. Lo supimos hoy, gracias a otro huésped, y nos placería evitar complicaciones.
Lo negué todo, por supuesto. Me mostré ofendido, tanto que ella me tomó de un brazo para indicarme que no debía gritar, que mejor deshacíamos discretamente el enredo.
—Lo voy a pensar —le dije y vi que sonreía, aliviada.
—Bien —afirmó.
—Voy a pensar —puntualicé— que usted no me ha dicho nada de esto, que no nos hemos visto, que esta escena en un pasillo de hotel nunca ha tenido lugar, que, si acaso, alguien la sueña.
—No sea tonto —me dijo—, no sea socarrón.

Pero mi salida la había impresionado. No sé bien por qué, aunque me reconfortaba aquella certeza. Volví sobre mis pasos y subí las escaleras rumbo a mi cuarto. La intervención de la empleada me había ayudado a convencerme de que era mejor salir de dudas: ahora le había ganado un poco de tiempo y yo mismo precipitaría las cosas.
Mi mujer me esperaba en la cama, recién lavado el cabello y toda ella relajada, como quien tiene paz. Dijo que se había cansado de tanta conferencia, y estaba pensando en ausentarse de las dos restantes.
Olía de nuevo a París.
Tendida de costado, con un brazo suspendido en el aire y una semisonrisa muy suya, me dejaba divisar por entre el escote rendido de su blusón un seno pálido, indiferente. Saqué la foto y la solté sobre la cama, ella la miró caer y trató de incorporarse para ver de qué se trataba. Cuando la traía hacia sus ojos, llamaron a la puerta. Se detuvo. Le arrebaté la foto con aquella mancha en rojo, le dije que abriera y me serví un poco de agua. Era la empleada y me buscaba a mí. Para que la acompañara a no sé qué oficina. Algo relacionado con la seguridad del hotel, donde me tenía unas preguntas sobre la Nikon del potro.
Entramos. Ella fue a sentarse detrás de un buró, asumió una cara circunspecta, oficial, de quien se apresta a un interrogatorio en regla, pero le adelanté que no sabía nada, que jamás había visto la cámara, que odiaba a los fotógrafos y a la fotografía. Me incorporé y di unos pasos por la pequeña oficina, con las manos a la espalda, resoplando afectadamente, mientras ella seguía imperturbable, como si pensara en algo lejano y difuso. Abrí la puerta con soberbia, y la miré para que viera que me atrevía a dejarla plantada en su propia oficina: «Muy bien —dijo—, entonces esto no es suyo», y enarboló una foto, la misma que mostraba a mi mujer casi desnuda y manchada de rojo.

Retrocedí.
Me dejé caer en la silla y me alcanzó el cinismo para comparar la foto con la que yo traía. Las imágenes gemelas de mi mujer me hicieron sentir ridículo. La empleada, con voz tranquila, aconsejó:
—Todavía pudiéramos arreglarlo. Si se marcharan ahora mismo…
Comprendí. Recordé, además, el agobio de mi mujer por tanta conferencia, y corrí a mi habitación. Le dije que nos íbamos, que me sentía cansado, como ella. Parecía sorprendida, pero no se negó. Empacamos en un momento y buscamos las escaleras. Al pasar frente al bar en el primer piso, llamado cínicamente Salón Rojo, se me ocurrió mirar, y descubrí al potro acodado en el mostrador, inmóvil. Su vista naufragaba en la copa de bebida que tenía enfrente.