Mi vecino Dostoievski

Una mañana de 1889 Friedrich Nietzsche caminaba por Turín, en el Piamonte italiano. En mitad de una calle vio a un cochero intentando que su caballo, que estaba agotado, continuara la marcha. Como el animal se negaba, el cochero comenzó a fustigarlo. Nietzsche corrió hacia el caballo y se abrazó a su cuello, sollozando. La escena, no sólo trágica, sino conmovedora, no era original. El filósofo repetía, casi al calco, un pasaje de la novela Crimen y castigo, del ruso Fiódor Dostoievski.

Hacia el final de su vida Nietzsche se abrumó en la locura. En el cénit de la lucidez ―si es que tal estado existe―, se había declarado admirador de Dostoievski. Consideraba que nadie se acercaba al novelista en capacidad para ahondar en el alma humana. Que no había filósofo, siquiatra o intelectual alguno con parecido conocimiento de los bajos fondos de un individuo.

Esa opinión sigue siendo hoy una suerte de lugar común bastante confiable. Los sobrecogedores relatos de Fiódor Mijáilovich Dostoievski son el mejor sicoanálisis que pueda llevarse a cabo. Dostoievski, nacido el 11 de noviembre de 1821 en Moscú, era ludópata y epiléptico. Dice Sigmund Freud, quien tomó de la obra del ruso mucho material para sus teorías, que su epilepsia se debía en buena medida a un sentimiento de culpa por haber deseado la muerte de su padre, que, en efecto, pereció en extrañas circunstancias.

DOSTOIEVSKI O EL IDIOTA

Quienes hayan leído El idiota ―¿Qué esperan los que aún no?― habrán de recordar que su héroe, el príncipe Myshkin sufre de epilepsia. Ese detalle no es un simple adorno para el personaje. Myshkin representa la bondad a un grado admirable y en cierto modo retorcido. Es un Cristo con herencia. No es que Fiódor Dostoievski esté canalizando a través de él todas sus frustraciones. La literatura habitualmente no funciona como un confesionario, pero algo de sí mismos dejan en ella los grandes redactores de ficciones.

Cínicos, violentos, embusteros consigo mismos, dispuestos a justificar sus propios crímenes con teorías, a más disparatadas, más ingeniosas, los personajes de Dostoievski son intensos estudios de sicología. Ni Raskólnikov en Crimen y castigo, ni Iván en Los hermanos Karamázov son el diablo en persona, aunque por ellos pasa la maldad. Con el diablo no habría medias tintas; ese es el problema. El demonio no tiene dolores de conciencia. En el dolor de la conciencia radica casi todo Dostoievski.

Hoy es 11 de noviembre y se cumplen 202 años del nacimiento de Fiódor Dostoievski. La gente prenderá la tele, buscará las tonterías del corazón de La Vanguardia o se pedirá una caña. Todo merecido, todo en orden. Si a eso alguien sumara dos o tres páginas de Dostoievski, el estado de las cosas sería perfecto.

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