Esta película de Sam Mendes arranca con una metáfora más bien obvia, como se verá. El asunto tampoco es inédito, pues qué lo es en cine o en literatura. Incluso en música, resulta improbable la originalidad total. Pero no nos forcemos. Si, como advierte Jorge Luis Borges, el único tema del arte es el ser humano, ya sabemos. En cine, que es el caso, la originalidad viene dada por la manera en que se narra, a partir de la visualidad y el sonido. Lo dicho: Road to Perdition (2002) es original y eso resulta suficiente.

Michael Sullivan  (Tom Hanks), el padre de una familia más bien pobre es un asesino a sueldo. Corre el año 1931, en los Estados Unidos. Los hijos ―de 6 y 10 años, aproximadamente― lo ignoran, pero el hombre comete un desliz y levanta las sospechas del mayor, que lo sigue una noche nefasta. El muchacho es testigo de un ajusticiamiento y, para colmo, uno de los gánsteres lo descubre. Acude otra noche a eliminar a la familia, pero solo encuentra a la madre y al hijo menor. Los acribilla, con lo que desata la venganza de Michael Sullivan, quien ahora se ha quedado solo con Michael Sullivan, Jr. (Tyler Hoechlin).

En un ambiente extremo, en situaciones en que la ética es reinterpretada a conveniencia (según la rentabilidad de los negocios), Road to Perdition explora la relación padre-hijo. Perdition es un lugar en la costa, posible refugio para los Sullivan, pero el topónimo conduce, obviamente, al dilema moral. Cuando parece que Sam Mendes se va a enredar en excusas acerca de la pertinencia de amar a un asesino, aparece un recoveco por el que ingresar a otras situaciones más propias del thriller, lo que le ayuda a retomar el pulso.   

PERDITION OR NOT

Sam Mendes, quien siempre tendrá a su favor ese filme de culto llamado American Beauty, es un artífice de la fotografía. Si los efectismos son perniciosos casi siempre, hay maniobras con la cámara que refuerzan el suspense y el ritmo de la historia. También los personajes extravagantes, como el de Harlen Maguire (Jude Law), un asesino aficionado a la fotografía funeraria, que persigue a los Sullivan, hasta acabar matándose mutuamente con el padre. Sucede tras una escena memorable, en la que la acción se nos revela por espejo, reflejada en el cristal de una ventana. Es un juego de lentes, cuya simultaneidad anuncia un desenlace que no puede ser feliz, pues la tensión acumulada durante más de 100 minutos no ha de desdecirse sin más.

 

Que al cine de gánsteres se le puede sacar más que disparos, celadas, traición y carreras de automóviles lo prueba Sam Mendes en Road to Perdition. La relación padre-hijo, expuesta retroactivamente ―es decir, cuando ya nada tiene remedio― por el hijo, habla del afecto sin prejuzgar y también de la aceptación y el perdón. Por el tono se sabe que Michael Sullivan Jr. no seguirá el camino de su padre en su veta de asesino. De ello pueden derivarse algunas conclusiones, unas más obvias o pueriles; otras más complicadas. Entre las pueriles y quizás por eso más sustanciosas, está la de que el amor es útil y no causa vergüenza.    

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