Un barman, una portuguesa

PRIMERA PARTE

La guantanamera se dejó escuchar por segunda vez en la mañana, haciendo que el barman se incorporara y fuera alineando los mojitos de la bienvenida. En el lobby el trío entonaba a desgano y los recién llegados se ocupaban más bien en esquivarlo con los bolsos y el apuro por recibir la llave. El empleado que vino a llevarse los tragos le dijo al barman: «Portugueses». Entonces el barman se interesó en los turistas. Como no podía dejar la cantina, se puso a mirarlos con atención estirado sobre la barra, empeñándose en recoger alguna frase de aquel idioma que no le era del todo extraño. Al rato algunos miembros del grupo se acercaron a merodear. Uno pidió una cerveza y cuando recibió la lata se entretuvo jugando con el resudor de la superficie.

El barman esperó el dinero, deseó algo de propina, pero escuchó que lo llamaban desde otra parte. Esta pareja quería dos refrescos y él lo lamentó, pues solo cuando le pedían tragos podía buscarse algo. Trajo las latas, colocó los vasos frente a la pareja y advirtió por primera vez el olor de los turistas. Ignoro la causa, pero el perfume de los portugueses siempre tiene algo de especial, pensó con seguridad. El olor de Europa es homogéneo; solo los de Portugal exhalan un vapor de otra raza, agregó antes de fijarse bien en la expresión calva del hombre que levantaba el vaso en un gesto de cortesía, no con él, sino con la mujer alta, cuya palidez en el recuadro de la luz multicolor de la barra le inspiró de repente el principio de una compasión sin gran sentido.

El barman, de espaldas a la pareja, trató de sonreírse a sí mismo en el espejo que cubría toda la pared, pero volvió a encontrarse la figura de los portugueses y le pareció que la mujer lo estaba mirando. En aquel momento se sintió acometido por la angustia y comprendió que se iba sin más ni más de aquel lugar hacia el sitio del que casi no regresa. Al recuperarse, observó como la pareja se alejaba, dejando a su custodia una interrogación sofocante.

©Mr. Hyde

El barman estaba pensando en la guerra. Era una pradera asolada por el calor del verano y aguardaban la embestida de los ejércitos de África del Sur que, según se decía, estaban entrenados para nunca retroceder. Otra cosa no sabía sobre África del Sur. Solo que practicaban algo repugnante, llamado apartheid y que habían invadido Angola. En solidaridad con sus hermanos, Cuba envió ejércitos para defender a los angolanos y allí estaba el barman, exponiendo el pecho.

EL BARMAN EMPUÑA UN ARMA

Esperar había sido la orden y por eso permanecían sentados en las trincheras, aguantando la sed y un astro tan pertinaz que a cualquier hora se podía suponer que era mediodía. Los soldados comenzaban a olvidar el tiempo que llevaban allí. Hablaban poco, solo con el fin de pasar una orden o pedir algo. El malhumor del semblante de los jefes les aconsejaba no indagar, no mostrar impaciencia. «Esta calma es peor que un tiroteo», comentó uno y el barman no olvidaría jamás la mueca de su cara.

©Mr. Hyde

Después el soldado se incorporó y comenzó a caminar por toda la trinchera. Iba y volvía cada vez más rápido, perdiendo el control de los nervios, iniciando un carraspeo que se convirtió en sollozos apagados, suspensivos, cuando se lo llevaban a la fuerza, como a un animal recién capturado. El barman acababa de llegar a Angola y ya empezaba a elucidar la jerarquía sutil que resultaba el tiempo de servicio. No era lo mismo un soldado a punto del regreso, que el que solo llevaba allí unos días. Después comprendió que, para todos, viejos y nuevos, el servicio militar era en algo como la cárcel: nada más se deseaba cumplir, sacar de allí los huesos, alejarse de la prohibición y el peligro, a pesar de que la vida en el ejército condescendía al alivio del alcohol y las mujeres esporádicas.

©Mr. Hyde

El barman necesita ver de nuevo a la portuguesa, hablar con ella si fuera posible, se dice mientras va a la carpeta a investigar con mucha discreción en qué cuarto estará con el hombre calvo y extemporáneo. Pero no puede averiguar nada y se marcha por su cuenta hacia las habitaciones, a lo largo de un pasillo lustroso, donde se capta el débil fulgor del mar de invierno, y al llegar frente a una puerta, se detiene indeciso, porque únicamente dispone de conjeturas. Adentro, sube y baja el relieve de una risa femenina, mientras la voz de un hombre la cubre con palabras de encelarse.

Tocado por los ecos de lo que es sin dudas el preludio del sexo de los portugueses, el barman vuelve a evocar la guerra, el árido demorarse del tiempo allá en los campamentos de África, a donde lo trasladó lo que entendía por deber y el temor a la deshonra.

Un atardecer, vieron que era oportuno salir y se escurrieron de los superiores por entre casuchas de juncos. Necesitaban trascender el doble peligro que era dejar de noche el campamento, pues podían ser descubiertos y sometidos a castigos, o bien verse emboscados por incógnitos nativos que cantaban bajito su resquemor cuando los veían pasar asegurándose de que el cuchillo de asalto iba con ellos, protegiéndolos. El barman, que aún no era barman, sino un soldado de botas sucias, lampiño, se marchó con los amigos a un harén que se encarroñaba en una esquina del pueblo.

©Mr. Hyde

Al ingresar a su ámbito de trueque y suciedad, lo sorprendió la presencia de varias mujeres blancas que se aproximaban con cierta familiaridad a los soldados, y sin una transición perceptible se vio al lado de una ya madura, pero llamativa aún, a quien acompañó atravesando una habitación umbrosa.

CONTINUARÁ

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