Pocas veces esta sentencia de los sagaces romanos había tomado cuerpo de manera tan clara, como a mediados del siglo diecinueve en la difícil Rusia. Asegura una crónica moscovita que hacia 1850, a la nebulosa vida de las aldeas del vastísimo país vino a sumarse un invierno como nadie recordaba, y la nieve amenazó con sepultar las casas, y el frío con doblegar a los templados rusos.

Los lobos, amigos del invierno, pero no a tales extremos, comenzaron a invadir las aldeas y, a plena luz del día, atacaban a los campesinos, que ahora debían batallar contra la nieve y contra las fieras. Ante la envergadura del hecho, el gobierno ruso decidió terciar en el asunto y, después de enconados debates, un funcionario se adelantó con la solución.
MI REINO POR UNA COLA
Fue tal la helada que a mediados del siglo diecinueve se abatió sobre Rusia, que el gobierno decidió tomar cartas en el asunto. Alarmados por una inusual invasión de lobos que no se detenían ni ante los disparos, los funcionarios estatales planificaron una batida general, y ofrecieron pagar hasta cinco rublos de la época por cada rabo de lobo que se presentase, como testimonio de que una fiera había sido eliminada. Las cosas parecieron funcionar, y al cabo de los días se iban presentando los cazadores, uno con dos colas, otro con tres, a recibir sus dineros. Pero la cantidad de colas presentadas comenzó de repente a crecer de manera tan rara, que los funcionarios del gobierno llegaron a extrañarse. Para erradicar sus dudas, sacaron algunas cuentas, por demás sencillas.

MANÍA LUPINA
El gobierno ruso, que había ofrecido cinco rublos por cada rabo de lobo entregado, realizó sus cálculos y comprendió que cien mil lobos eran ciertamente muchos para un solo invierno, por muy crudo que fuese. La policía del zar, obligada a inmiscuirse, al principio no podía creer lo que sus propios agentes habían puesto al desnudo.

En un barrio de Moscú alguien de mucha chispa había montado nada menos que ¡una fábrica de colas! En efecto, unos avezados comerciantes compraban a los cazadores la piel de la fiera, con la que se podían fabricar hasta diez rabos. Entonces acudían con ellos a los funcionarios del gobierno encargados de cotizarlos a cinco rublos la unidad, con lo que tenían en sus manos el negocio del siglo. Donde las dan hay que tomarlas, dirían a escondidas los comerciantes.