Segunda parte y final
Todavía con la cara mojada, el poeta razonó que no tenía a dónde ir, si por lo menos pudiera cambiar estas ropas, añoró y dio unos pasos de ida y vuelta, y por un momento llegó a pensar que aquel baño imprevisto era el de la galera. Se estremeció. Volvió a apoyarse en el lavamanos, se buscó amargamente en el espejo, desvió la vista y reparó por primera vez en las inscripciones a tinta que había en las paredes. Descifró algunas con una indiferencia que no le prohibía sonreír, aunque no se olvidaba de su tragedia. De cada cual según su capacidad, a cada cual según su tamaño, leyó. Si tienes el bate corto, pégate bien al home, leyó. Aquí murió Felipe atravesado por Alfredo; descúbrete, caminante, leyó, y entonces escuchó los pasos.
Tuvo tiempo para saltar hacia el inodoro y entornar la puerta. Hubiera esperado cualquier cosa, excepto ver entrar a una mujer que buscó raramente el lavamanos. La forma en que abría la llave y se echaba agua en el rostro, le hizo comprender que se trataba de una ciega.
Pensó en salir sigiloso, pegado a la pared y buscar la calle. Abrió la puerta despacio, cuidando de que no produjera un susurro, pero lo detuvo un gesto de la ciega: comenzaba a quitarse la blusa. El poeta la miraba y no quería creerlo; de espaldas a él, despojándose luego del sujetador, insinuando en el escaso cuerpo del espejo el rosetón de un seno espumoso, ajena a cualquier otra presencia. La ciega se dedicó a lavarse con un gesto mecánico, mientras el poeta apenas respiraba. Era una mujer madura y había sido bella. Todavía lo era, se dijo el voyeur, y suspiró. Ella se quedó detenida, con una mano enjabonada, cerró la llave y dijo:
—¿Hay alguien ahí?
Esperó. Volvió a abrir la llave, se enjuagó la mano, se dio vuelta y ya sonreía.
—¿Eres hombre o mujer? —preguntó y el poeta dudó en responder, dudó en huir, en acercarse. La ciega se movió hacia él, pero antes de que lo rozara, el poeta se apresuró a decir:
—Hombre.
—Que se sepa —dijo ella—, a mí nada me asquea. Pregunté por preguntar.

Mirándole a los senos el poeta recordó por primera vez a la modelo del cuervo. Sabía que era una idea sin asidero, pero llegó a pensar que ambas mujeres tenían algo en común. Al menos —imaginaba— le habían producido una sensación muy parecida, la única vez que vio a la modelo cuando el cuervo, acosado por los guardias, le pasó la revista, y ahora la ciega que lo había bloqueado contra el inodoro y se dedicaba a reconocerlo con una mano extendida. El poeta sonrió, sin reparar en que la mujer no lo vería sonreír. Se había quedado inmóvil, de repente nervioso, y dejaba que ella bojeara su perfil desde la cara hasta los hombros, y luego a los brazos; que se acercara para olerlo y suspirara.
—Hueles a presidio —dijo la ciega, pero era un halago.
El poeta volvió a sonreír y ella se pegó a su cuerpo y le buscó una mano con la que se cubrió un seno. El poeta lo acarició con un desconsuelo que él mismo no hubiera esperado; la ciega dijo algo y se hizo besar el seno, después palpó la entrepierna del poeta y se dispuso a hacer salir al animal. Con él en la mano se llenó de una ternura repentina y le preguntó: ¿Te gusto? El poeta gruñó y la sintió ronronear, y maldijo en silencio. Yo he sido bonita, aseveró la ciega; yo he salido hasta en revistas.
El poeta la ayudaba con un frío inoportuno en los huesos. Se dijo que todo era absurdo, que a pesar de la falta de mujer ahora no deseaba acariciar a aquella ciega, porque todo en ella, hasta sus mentiras, le recordaba a la modelo del cuervo, y eso era un mal augurio. Mordisqueó todavía el seno, por unos segundos en los cuales pensó más en su enemigo que en el sexo, pero vio que el hambre de la mujer no amainaba. Con el animal afuera, amodorrado todavía, probó a moverse hacia el lavamanos, a ver si el cambio de posición lo favorecía. La ciega se rió condescendientemente y reculó, levantándose la falda. Apoyada contra el lavamanos, tomó al animal del poeta entre dos dedos y lo frotó con gestos más bien médicos, hasta lograr en él cierto aplomo. Entonces lo acomodó y dijo:
—Empuja duro; empápame el alma.
El poeta trató de complacerla, pero no resultaba. La ciega, dejó por un momento de forcejear y le pidió el sujetador.
—Alcánzamelo —repitió al ver que el poeta dudaba.
Cuando la vio acercarse, el poeta aún no sospechaba lo que la ciega pretendía. Al comprender que iba a colocarle el sujetador, la empujó contra el lavamanos, pero ella estaba dispuesta a ser paciente. Le dijo que ya vería, que no fuera bobo, que solo quería ayudarlo a despertar. El poeta dudó, miró a los lados en un gesto infantil, y, renegando, se dejó quitar del todo la camisa y poner el sujetador. Ahora trata de nuevo, susurró la ciega y comprobó felizmente que el animal del poeta comenzaba a reptar hacia ella, y se dejó caer con suavidad contra la pared para acogerlo.

El tirante negro que, sobre su hombro, subía y bajaba en el espejo, enardeció al poeta, quien logró sembrarse en la ciega con una fuerza que la hizo empujarlo hacia atrás y mover la cabeza en busca de aire. Dos o tres veces le anunció que ya venía la explosión, que ella iba a ver lo que era un buen chorro, pero en realidad trataba de contenerse, porque ahora por fin le gustaban sus pechos tendidos levemente hacia los lados, los gritos que ahogaba mientras se mordía un dedo. Resopló junto a su oreja y le oyó decir: Mentira.
—¿Mentira, qué? —preguntó el poeta.
—Es mentira que yo haya salido en alguna revista —aclaró la ciega—; yo siempre he sido así: ciega y mentirosa.
—Está bien —dijo el poeta—, pero ahora cállate.
La ciega hizo silencio y se apretó contra él, como si fuera ella quien ahora precisara de un poco de consuelo. Cuando el poeta comenzó a soltar la andanada, entraron los guardias y le dieron el alto.
El poeta, saliendo de la mujer, se sintió un miserable. Los guardias le dijeron algo, una burla consabida, entendió mientras saltaba hacia el espejo y lo golpeaba con la palma de la mano. Asombrado de su propia rapidez, tomó un pedazo del cristal y se abalanzó sobre la ciega. Salgan o la corto, gritó; salgan o me la llevo. Vamos, dijo un guardia, que de todas formas no puede escapar. No nos vamos nada, dijo el otro, este no mata a nadie. El poeta aguardó unos segundos. Tú sabrás, dijo un guardia. Suéltame, dijo la ciega, maricón. El poeta dejó notar cierto titubeo. La voy a matar, dijo, pero ya le temblaba la voz. Sé hombre, dijo un guardia. El poeta soltó el trozo de cristal. La ciega tanteó en busca de la ropa, y cuando dio con la blusa comenzó a frotarse con ella la cara. El poeta sollozó. Espósalo, dijo un guardia, ya tú ves que no mató a nadie. ¿Y este sujetador?, preguntó el otro. Déjaselo, mandó su compañero, que entre así mismo a la galera.