PRIMERA PARTE

Habían anunciado un incremento de la lluvia para la madrugada. A fines de diciembre, cuando alguna que otra ola de frío se aventuraba a retocar la geografía de la isla: «Cruzará rápido —aseguraba el comentarista—, una embestida desde el noroeste, abriendo paso a otro frente frío». Se lo comenté a mi mujer. Estaba en la cocina en trajines con el pescado, mientras afuera perduraba la misma llovizna de por la tarde: una madeja que parecía suspendida, sin fuerzas para acabar de posarse. A su lado, la niña se entretenía con un juguete roto. Me fui a la salita, destapé la botella y serví dos copas. Pero como vi que mi mujer se demoraba, la llamé para insistir:

—Va a llover de verdad por la madrugada. No me gustaría que un aguacero en regla nos agarrara despiertos.

Adiviné que se contrariaba. Habíamos planificado una noche diferente, una velada en la que veríamos una película ambientada con pescado ahumado por ella misma y un vodka que compré en Moscú meses atrás, por la estación de Park Kultury, frente a una plaza en la que pervivía una estatua de Lenin. La película era excesivamente violenta. Yo la había visto, pero ella no, y me interesaba su reacción. Me refiero a La naranja mecánica, de Stanley Kubrick, que se inspira en un relato medio autobiográfico de Anthony Burgess.

―No bien acostemos a la niña, nos haremos la idea de que la noche no tiene fin― había bromeado mi mujer.

Respondí que por supuesto, que veríamos aquella película y haríamos todo lo que se esperaba de dos que se morían uno por el otro. Le gustó mi alarde más bien pueril y comenzó a prepararse, pero ahora venían los de meteorología con que la verdadera lluvia estaba reservada para esa madrugada.

©Mr. Hyde.

Bebí una copa y la apremié. Entró en la salita con una sonrisa tristona y colocó el pescado sobre la mesa de cristal con gestos más bien apáticos. Vertí más vodka para mí y le propuse un brindis.

—¿Por qué brindamos, por el vendaval que vendrá a troncharnos la fiesta? —ironizó.

—Solo tenemos que apurarnos —traté de explicarle—, si no viene hasta por la madrugada, nos sobrará el tiempo.

Yo sabía que mi propuesta era ruin. Ella se había preparado para una noche perdurable, y yo me disponía a liquidarlo todo como quien hace un mal trabajo. Pero tenía miedo, eso era innegable. Un miedo ridículo, falto de lógica, pero igual. La insistencia de la llovizna todo aquel día me volvió susceptible, y el anuncio de las lluvias fuertes se me hizo intolerable. Miraba a la niña y sentía angustia, como si las lluvias fueran una amenaza para los niños. Brindamos.

Mi mujer se había puesto un sweater ceñido, de cuello alto, y al recostarse en el sillón vi que sus pezones punzaban la tela. Me gustaban sus pechos de una forma peculiar. Tenía poco más de treinta años y tetas considerables, que denotaban al quedar libres una laxitud que no las demeritaba. Se le habían acomodado de una manera elegante, según mi parecer, y los pezones seguían manifestando la impudicia de siempre.

©Mr. Hyde.

Pero ahora todo me resultaba ensombrecido. Me llevé el vodka otra vez a los labios y me topé con su mirada.

—¿Qué tiene que ver la lluvia? —porfió—. Pensé que el alba nos sorprendería aquí en la salita, trasnochados y felices.

Yo no encontraba más explicaciones que darle. Repelía la lluvia anunciada, acaso por intuición, así que me limité a mirarla y a sonreír. Pareció dudar, pero después me dijo:

—Cómo es que no te esfuerzas. ¿No te he dicho que en una noche como esta me abandonó el padre de la niña?

Me lo había dicho, pero lo tomé como un simple dato, una pincelada sobre los diversos modos de acabar con una relación de pareja. Él supo de su traición, ella le suplicó que la perdonara, le dijo que no volvería a encontrarse conmigo, que todo se debía a su falta de afecto, que solo necesitaba volverse a emocionar, pero él prefirió irse. Ella se desconcertó. Tenía la esperanza de que el padre de la niña no lo tomara a la tremenda, pero después comprendió que no había remedio. Al poco tiempo me pidió que me mudara para su casa y ahora pasábamos por una pareja feliz.

Conseguimos que la niña se durmiera sin demasiada resistencia, pero no prestamos gran atención a la película y al retirarnos el pescado seguía casi intacto sobre la mesa. Por la ventana del cuarto divisé un cielo rojizo del que colgaban madejas de nubes todavía inmóviles. Corrí la cortina y sentí suspirar a mi mujer, pero no tenía sentido tratar de excusarme.

Fue ella la primera en despertar con el ruido en la calle. Lo sé porque cuando abrí los ojos ya me encontraba solo en la cama. Las voces que venían de afuera eran apagadas y sin embargo parecían abarcarlo todo. Mi mujer estaba junto a la ventana, pero no la había abierto. Tal vez la condición chocante de las voces se debiera a que primero tenían que ser filtradas por el cristal: «Es como si susurraran a gritos», pensé saliendo de bajo el edredón.

CONTINUARÁ EL PRÓXIMO DOMINGO.

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