El quejido le llegó antes que la sensación de estar despierto. Era un gimoteo para el que no había consuelo, se dijo, como de un niño. Volvió a escucharlo y lo estableció cerca, quizás en el propio portal de su casa. Después el ruido cesó y él decidió cambiar de posición para dormirse. Pasó un rato, un tren cubrió la noche con un pitazo triste y le recordó que aún no dormía y probablemente le sería difícil conseguirlo. Probó a engañarse con el truco ambiguo de recordar lo agradable buscando la serenidad y razonó que para lograrlo sólo precisaba retroceder unas horas, una vuelta en el tiempo hasta la noche antes, durante la fiesta.

Era un salón pequeño, ambientado con un gusto que tendía a lo sensual y él bebió con despreocupación, a pesar de que al día siguiente debía ir al trabajo. Conversaba con su mujer cuando vino un amigo y le pidió permiso para sacarla a bailar. Sonrió, comprensivo, ella salió con el amigo a la pista de baile y él siguió sonriéndole al vaso de bebida.
―Si ella fuera Casia, jamás lo hubieras consentido. ―escuchó y se volvió hacia el recién llegado―. ¿Verdad que no? ―insistió aquel, pero él decidió no responderle porque había sorprendido su tono burlón y sobre todo porque de inmediato el mundo empezó a girar en torno al recuerdo de Casia.
El alcohol ―confirmó― es buen abono para la melancolía, y se dejó resbalar por la montaña de recuerdos tras la que se parapetaba a menudo. Casia era nombre de flor, de asesino, pero él siempre la había identificado con una gata. La comparación no era superficial: tenía que ver con asociaciones del subconsciente, parabólicas, pero de cualquier modo exactas.

Era una gata a causa de sus pezones. Había notado que, a cualquier hora del día, llevara la ropa que fuese, los senos de Casia se las arreglaban para anunciar a través de la tela la posición exacta de la corona, a pesar de sus tetas minúsculas, como tronchadas por Dios antes del desarrollo. Es que siempre están agazapados, trató de explicarse, permanecen retraídos, como gatos que recelan. Y repitió que Casia era sin dudas una gata.
Por eso y por puta, por haber logrado deslumbrarlo a pesar de conocer su estilo momentáneo, aquella tendencia a estar sólo de paso, siempre como en broma, con una alegría para ella sola, pero que sabía usar para contaminarlo porque era elástica, envolvente, y se hacía amar de ese modo complicado que envicia al macho. En el sexo evitaba atacar de frente y lo conducía con maniobras transversales a un agotamiento que al final lo acomplejaba un poco, pero no lo ahuyentaba.
Casia fue también la música, un tipo de música de generación y por lo mismo buena para evocar, de la que él no podía desligarse incluso ahora cuando ella no era más que el vapor de un suceso negado a desgastarse, a desaparecer en los caminos diferentes de hoy. Por ella conoció a Billy Joel y fue capaz de tararear los estribillos de sus canciones y aprendió que cuando escucharan Honesty, pasara lo que pasara, lo importante era ponerse a bailarla. Él se encelaba.
―No sé para qué te enojas ―bromeaba ella―, si entre tú y él la pelea es dispareja; no hay pelea porque estoy enamorada de Billy Joel.

Y cantaba en inglés encañonándolo con sus ojos como lunas recién lavadas, y él pulsaba en el aire un piano larguísimo y repetía tan, tantan, imitando las notas finales de Honesty, casi un himno patriótico a finales de la década en que se conocieron y ella, por ser inclinada a hiperbolizar ―como toda puta de marca, razonó él― aseguraba:
―Es el llanto de ese piano lo que me pone tristona y cachonda a la vez.
Y sí que es triste esa melodía, pensó él de nuevo alerta, tratando de entenderse en la oscuridad del cuarto y de la vida real que después de todo le había deparado una mujer diferente de Casia, para bien y, más que todo, para mal. Volvió a oír el lamento y por fin comprendió. Qué casualidad, se dijo y se frotó los ojos, estirándose, si son gatos, gatos en celo. Y mientras los gatos en algún sitio de la noche practicaban su ritual de acoplamiento, él seguía evocando a Casia, bellísima ave de paso, pragmática y evasiva. Rememoró la vez que le había dicho: Tú eres una hetayra, y ella por supuesto no entendió la palabra que él había pronunciado con cierta fascinación. Por el contrario, intuyó algo en los acentos que la hizo protestar.
―¿Esa palabra es china? ―dijo―, suena a blasfemia.
―Te lo explico si me dejas verte ahora mismo esas tetas de gata ―le dijo y ella fingió sorpresa, pero luego se le aproximó y le dijo: Inténtalo y él comenzó a palparla por encima de la blusa. Casia retrocedió hasta que la pared la contuvo. CONTINUARÁ.