«Escuchaba una risa diabólica tras oír romperse un cristal»

Foto portada: Pixabay

En mi época de niña y de preadolescente viví varios episodios extraños que me hicieron ser aún más miedosa de lo que ya era. Como era la más pequeña y la única niña, mis padres me protegían más que a las joyas reales en Inglaterra. Es una sensación agradable por un lado, pero por otro, el exceso de protección te acaba acarreando graves problemas a largo plazo. Acabas transformándote en una persona insegura, temerosa, y la vida se convierte en algo tenebroso cuanto te toca caminar sola y sin red.

Como decía, en aquellos años infantiles, me sucedieron cosas raras como escuchar que susurran mi nombre estando sola en una habitación, ver figuras extrañas pasearse cerca del marco de la puerta de mi dormitorio, sentir que alguien se sienta en mi cama en mitad de la noche… Sobre este último hecho me decidí a investigar preguntando a todos los miembros de la familia, me juraron que ninguno había sido. ¿Fue aquello un visitante de dormitorio?

La situación más terrorífica que me tocó vivir en aquellos años ocurrió durante varios meses pasada la medianoche. Estaban todos durmiendo. Yo no porque desde siempre me ha costado coger el sueño. Solía dar vueltas y vueltas en la cama o escuchar la radio hasta que conseguía que Morfeo se apiadase de mí. Una de esas noches, mientras luchaba con mi insomnio, escuché el ruido de unos cristales que se hacían añicos, y acto seguido, una risa malévola que duraba como unos 30 segundos. Una risa fuerte que después dejaba un eco aún más espeluznante.

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Como vino… se fue

Aquello me aterrorizó y mantuvo despierta hasta bien entrada la noche. A la mañana siguiente, le pregunté al resto de la familia si había escuchado esa espantosa risa y me aseguraron que no. Es decir, la única de la casa que la pudo «disfrutar» había sido yo. Imaginaos cómo me sentí en ese momento.

Desde semejante suceso, el momento de irme a la cama se convirtió en una tortura. Me ponía la radio debajo de la almohada, todo lo alto que podía sin molestar al resto, y así evitar escuchar la risa diabólica si volvía a producirse. Fue inútil. La carcajada siniestra era siempre alta y clara. Fuerte y duradera. La estuve escuchando varias veces a la semana durante varios meses hasta que, de repente, igual que vino se fue. No más cristales rotos. No más la risa de un ser extraño atemorizándome.

Nunca más la volví a escuchar ni jamás descubrí a qué se debía. No sé si era un loco que se paseaba por la calle y tras romper su botella de alcohol, comenzaba a reír frenéticamente presa de la desesperación. Y tampoco sé si, quizás, se trataba de una entidad oscura que estaba condenada a repetir aquello durante toda la eternidad y solo los más sensitivos podíamos ser testigos. No lo sabré nunca. El caso es que a día de hoy, a mis cincuenta y dos años, he sido incapaz de olvidar lo que se me antojó el sonido de la risa del diablo.

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