PRIMERA PARTE
1no
Paola exigía que yo paseara desnudo frente a un espejo con molduras rococó. Me lo advirtió Crosandra días atrás, pero yo decidí dar tiempo para que se calmara un poco y aceptara negociar. Hoy estaba a la barra del Two Brothers´ Bar cuando la vi acercarse. Paola en persona viniendo hacia mí como un atamán enfurecido. No dijo una palabra. Dejó caer a mi lado un aro de plata, y se marchó. Me di un trago antes de examinar el aro. Tenía un tenue borrón de sangre.
Do2
Nos conocimos en un rincón de La Habana que hacía poco habían convertido en una especie de café literario. Junto con algo para comer y una que otra bebida ligera, los clientes podían ordenar un libro, y en realidad, aunque con un poco de trabajo, el ambiente se iba haciendo a la idea de que la literatura tiene también sus atractivos, aunque no tan sicodélicos. Los libros se podían comprar o pedir para el rato que uno fuera a permanecer en el café. Crosandra estaba allí cuando yo entré, aquel día aciago. Ponían algo de U2, una de las piezas menos conocidas, del disco The Joshua Tree, si no calculo mal. La música estaba a un nivel agradable, de modo que a unos metros a mi espalda podía escuchar el tintineo de una cucharilla contra la taza de café. Adiviné que trataban de atemperar el ritmo de la cucharilla al de la canción, y me volví, curioso. Crosandra usaba unos aretes grandes, de algún material que imitaba al lapislázuli, y un collar que les hacía juego. En efecto, parecía concentrada en la voz de Bono y buscaba el ritmo con la cucharilla, pero algo la hacía retardarse. En sus muslos desnudos reposaba la mano de una trigueña que debía doblarle la edad.
Había reparado en mi mirada, y me sonrió discreta, pero con seguridad. Sonreí a mi vez, para darle a entender que no me importaba que estuviese acompañada, y volví a conversar con mis amigos. Pero me había llamado la atención, y me quedé para ver cómo se despedía —inesperadamente— de su camarada con un beso en la mejilla, y volvía a acomodarse en su asiento, dispuesta a ordenar un café más. La otra le hizo un gesto desde la salida y se dejó borrar por el anochecer.
Llamé a un camarero y, mientras me incorporaba, le pedí dos cafés, uno para mí y otro para la señorita, dije alzando la voz, para que Crosandra advirtiera lo que yo hacía. Lo captó al momento y me permitió acomodarme a su mesa. Mis amigos fingieron un bullicio apagado, celebrando mi atrevimiento.
—¿Qué hace una muchacha a la hora del ángelus en un cafetín como este? —dije.
—Seguro que a la caza de escritores —respondió.
Resultaba que me conocía. Creo que he leído toda su obra, afirmaba; su opera omnia, recalcó, dispuesta a deslumbrarme con sus conocimientos, sin que la perturbara el hecho de que, hasta ese instante, yo era autor de apenas tres libros. Decidí adoptar unos modales mundanos, y bromeé con respecto a mis propios escritos.
—Tengo la edad de Marcel Proust —le dije—, y creo que nunca seré tan conocido como ese amanerado.
Desde la primera vez me demostró que sabía ser sagaz.
—¿La edad de Proust a qué edad? —preguntó.
Le dije que a la altura de la publicación de Du côtê de chez Swann: cuarenta y dos años.
Fue ella la que indicó nuestra afición más patente, aquello que nos haría singulares, cuando explicó:
—De Proust todavía no he leído ni media palabra, como dice Paola. Pero hay un ruso que me gusta muchísimo: Mijaíl Bulgákov.
—Un ruso no; un ucraniano —porfié.
—¿Usted es tan sutil para todo? —preguntó, y rozó el café con los labios. Después se pasó la lengua alrededor de toda la boca, con una coquetería de adolescente que ya comenzaba a quedarle chiquita.
Pero Bulgákov era una veta que podíamos aprovechar. Su vida y sus libros tenían una condición irónica muy buena para pescar diletantes; a la altura de 2008 seguían teniendo swing. Así que convinimos en vernos otro día para seguir hablando sobre él.
—Siempre que Paola te autorice —le dije.
Me dio un beso a sedal y trotó hacia la esquina, donde otras ninfetas se exhibían ya haciendo autostop.
Tr3s
Cada vez que habló en mi presencia de Paola se auxilió de un tono despreocupado que nunca le creí. Se mostraba superior, pero en aquella indolencia suya no sabía ir hasta el final. La delataban sus ojos, la manera en que agitaba los anillos que oprimían cada uno de sus dedos. Allá por 1921 Mijaíl Bulgákov le trajo un anillo a su mujer, le conté a propósito. Estaba casado aún con Tasia, a la que abandonaría poco después. Tasia llegó a relatar la mala impresión que le produjo el anillo. Un objeto tan pequeño y a la vez tan rotundo. Fue como si le anunciara una sucesión de pequeños desastres, algo que en poco tiempo los llevaría a quedar casi como enemigos. Crosandra se me quedó mirando con expresión descreída, pero inmediatamente me exigió otros detalles. Entonces mezclé la realidad con deducciones que no tenían nada de asombroso, pero que ella tomó por originales.
Dije que Bulgákov, ansioso porque no lograba publicar más que en periódicos de poca monta, comenzó hacia 1920 a tener furtivos embates de histeria. Cobraba escasos rublos como dramaturgo en Vladikavkaz, y comían poco. Un día se apareció con el anillo, y entonces Tasia sospechó. Nunca le quedó claro cómo pudo Misha conseguir la pieza, si no era capaz de conseguir suficiente pan. Bulgákov se ofendió y quiso deshacerse del anillo, pero Tasia, por algo que ella misma no sabía explicarse, se negaba. En realidad, tras la separación siguió llevándolo por un tiempo.
—Pues Paola no es tan trágica —dijo Crosandra.
Y me explicó que debía todos los suyos a su amiga, quien, en propiedad, era una conocida orfebre. Observé los anillos. Intentaban parecerse tanto a piezas costosas que resultaban ridículos. Son bellos, juré, y tienen aún otro atractivo: dan ganas de besar la mano que los exhibe. No dudó de mi sinceridad, y me extendió la mano. La besé con un fervor que ni yo mismo esperaba.
—Si quieres, podemos charlar con menos prisa en mi casa —me dijo.
Acepté, con una condición: necesitaba cinco minutos para traer del supermercado una botellita de vodka. Dije botellita con todo propósito, para que no fuera a inquietarse. Está bien, sonrió, así estamos a tono con Bulgákov. Vivía cerca, en la calle 19, y desde la ventana de la sala podía observar a los literatos que acudían a la última casa de Dulce María Loynaz en tardes de tertulia. Más de una vez me había visto a mí, aunque nunca esperó ser mi amiga. La sala estaba decorada con una elegancia que trataba sin mucho éxito de escapar del kitsch de los objetos que se compran en los grandes almacenes. Eran pocos, a decir verdad: un sofá de damasco, una lámpara de pie, un búcaro y otras fantasías de cristal en un estante marrón, un lienzo de algún pintor contemporáneo y un espejo con molduras rococó. Me acerqué a la ventana y derramé unas gotas de mi vodka como ofrenda a todos los espíritus de la Isla. Le propuse un brindis. En su lugar agarró el vaso y sorbió generosamente. Después me lo pasó, cuidando de que pusiera mis labios exactamente donde habían estado los suyos. Bebí. Ahora nos sabemos uno al otro los secretos, dijo. Todavía no, porfié, y eché más vodka en el vaso.
Crosandra —me lo explicó más tarde— tuvo entonces deseos de quedarse desnuda frente a mí, pero la contenían algunos pudores. En cambio, haló una silla y se dejó caer sobre ella con una indolencia, diríase que sofisticada. Mantuvo las piernas abiertas y por sus muslos rodaron mis ojos hasta la tela verde marihuana de las braguitas. Se me ocurrió pedírselas y no lo pensé más.
—Regálamelas —dije.
Como no miraba a otro sitio que a su punto cero, me comprendió enseguida.
—Tienen peste —comenzó a excusarse—, ando con ellas desde por la mañana y, ¿tú te imaginas lo que he caminado hoy?
Le pasé el vaso, conminándola risueño a que volviera a beber. Se dio un trago solemne y se puso de pie.
—Cierra los ojos —mandó.
Segundos después agitaba las bragas frente a mi cara y hacía un guiño en dirección a la calle.
—Por hoy está bien —rogó—, que si llega Paola se va a poner muy triste.
Era comprensible. Metí el trofeo en un bolsillo trasero de mi pantalón y busqué la salida. Crosandra me alcanzó la botella y me besó en la cara.