SEGUNDA PARTE
Cu4tro
Mi mujer me esperaba sin bañarse. Revolvía unos papeles de los que usualmente garabateaba con asuntos de su profesión, pero en cuanto me tuvo enfrente echó a un lado el cartapacio y me dio la bienvenida. Era lo que hacía cuando deseaba sentar las bases de un encuentro nocturno: Bienvenido el hidalgo, murmuraba, y con ello me dejaba saber que más tarde tendríamos sexo. Un sexo que —aclarado sea— yo no rechazaba. Eran veinte años llevados sin aburrimiento o, para ser exactos, con una lujuria pertinaz que no me atreví a presagiar cuando nos casamos.
La besé. Ella puso la mano sobre mi pierna y dejó que sus dedos treparan hasta toparse con la testuz de mi animal. Después me guiñó un ojo y volvió a los papeles, mientras yo me fui a la cocina.
—Traje vodka —le dije por el camino.
—Qué rico —admitió—, el viernes en mi trabajo prepararon unos tragos con un vodka ahí, finlandés me dijeron.
—¿Tenían fiesta? —pregunté por decir algo.
—Anjá —y se mordisqueó una uña—. Invitaron a una mujer que hace sonajeros de hojalata. Son raros, pero tienen algo bello. Ella dice que son figuras góticas.
—El gótico es raro —convine—. Más bien turbulento.
—Yo me gané un sonajero —dijo mi mujer—. Me lo cuelgas en el portal.
—No te dejes impresionar —le dije tendiéndole un vaso—, ni por los sonajeros góticos, ni por el vodka finlandés. Si no es ruso no es vodka. Y se bebe así, puro y de un golpe.
Resoplando todavía la vi oler su propio vaso y llevárselo a los labios como quien se encuentra a punto de hacer una trastada. Bebió. Otro, la conminé, y me miró dudosa. Otro, insistí y la tomé del cabello. Era una caricia tácita. Usualmente cuando yo amenazaba con tirar con fuerza de su pelo ella terminaba excitándose. La atracción estaba en el amago, no en el ímpetu real. Conociéndola bien, sabía que hubiera preferido aplazar los juegos hasta la noche, pero en cuanto penetré a la casa supe que me le impondría. Serví vodka otra vez, sin soltarle el cabello, en ambos vasos y acaballado ya sobre sus piernas. Ella bebió, ahora de primera, y puso cara de que me retaba.
La besé, obligándola a tensar la espalda, arqueada por efecto del breve tirón que di a su pelo. Después sorbí un poco de bebida y se la pasé a la boca, tratando de presionar con mi lengua la suya, hasta que ambas desembocaron en un aleteo enervante. Más, pidió entonces y volví a tomar el vodka para insuflárselo poco a poco, como eyaculando. No recuerdo en qué momento comenzó a amasarme la espalda, pero sí el instante en que extrajo de mi bolsillo las braguitas de Crosandra y se quedó mirándolas. Fue todo tan rápido que no tuve tiempo de nada, ni siquiera de alarmarme a conciencia. Pero no hubo apocalipsis esa vez. Mi mujer dio a entender que me comprendía, que aprobaba mi treta, y se alborozó. Cochino susurró, si no las escondo o las lavo enseguida, tú las coges para tus cosas. Se las llevó a la nariz y entrecerró los ojos.
—Hoy huelo como cuando tenía veinte años —declaró satisfecha—. ¿No te acuerdas?
—Cómo no voy a acordarme —dije.
—Eso es que estoy ovulando —quiso precisar mientras me separaba para abrirse la blusa—. Cuando una mujer ovula se renueva toda.
Piensen en los senos de mi mujer: nada de grandes, más bien lo que un poeta llamaría breves, el clásico bite-size. Uno —el izquierdo— es el más abultado, con pezón espléndido, como hecho para unas tallas de más. El otro es igual de bello, pues en esa propia asimetría gravita una lujuria a la que no se puede escapar. Pezones de bailarina en cuerpo de empresaria, le digo algunas veces y la veo mirarse de reojo, como si todavía pudiera descubrir algo ignorado en sus pechos, como si esa poquedad de sus tetas la hiciera a ella misma una mujer más delgada, más joven. Aquel día la mordí sin moderación, tiré de su pelo con una fuerza que comenzó a enfurecerla, hasta que se deshizo de mí a empujones.
—Puta —le dije—, borracha —olvidando que más borracho estaba yo.
Entonces me retó. ¿Quieres ver como sigo sola?, me dijo y se echó hacia atrás sobre la silla. Sorbió más vodka. Entrecerró los ojos y tendió la mano hacia las bragas de Crosandra, para llevárselas a la nariz. Aspiraba y la mano le corría por el vientre con una precisión que me molestó.
Cin5o
Mijaíl Bulgákov se aficionó por la historia del vodka el día que supo que en su mejora había intervenido el gran Dmitri Mendeléyev. Fue el genio de la química quien estableció la proporción justa de la bebida, en cuarenta grados de alcohol. Bulgákov recordó, además, que ya Catalina II solía obsequiar botellas de vodka de la Moscovia, y que entre sus agasajados estuvieron ilustres como Goethe y como Voltaire. La breve historia del vodka, publicada por Bulgákov en un periódico de Vladikavkaz allá por 1919, en tres entregas sucesivas, era en realidad un adelanto, pues el dramaturgo se había propuesto dedicar a la bebida todo un libro, en el cual demostrara, entre otros asuntos, que su nacimiento era cosa neta de los rusos, y no de los polacos, quienes nunca habían cesado de reclamar la paternidad. Puesto que Crosandra iba ya por la mitad de mi ejemplar de tapas duras de El maestro y Margarita, prestó una curiosa atención a lo que le conté aquella tarde sobre el vodka, y casi enseguida me dijo que con hablar no bastaba, que, si por casualidad no había llevado la botellita, para liquidarla con ella.
—Se la tomó mi mujer —le confesé.
—¿Tu mujer toma vodka? —fingió extrañarse.
—Corre ese riesgo —alardeé.
—Yo también sé arriesgarme —aseveró y me dio la espalda.
Estaba frente al espejo de molduras rococó, en cuya luna había ahora un corazón dibujado con pintura labial. Debajo, una sencilla ecuación: P+C. Detenida en medio de la sala, me dejaba observarla de pies a cabeza, por primera vez desde que me la encontrara en el café literario. Era trigueña, de buenas caderas, pero iba camino a la robustez de las mujeres de Jorge Arche. Pude corroborarlo cuando se deshizo de la blusa primero y de la saya después, para quedar inmóvil por un minuto en el que divisé, además, al final de su espalda, un arabesco de vellos que se desbordaban brevemente sobre las bragas. La ayudé con el sujetador y la vi sacar las piernas de las bragas, escorada con malicia, y pensaba llevarla al cuarto cuando se dejó caer sobre el piso de la sala y me atrajo con una disposición que me pareció estudiada. Tenía los senos como los de mi mujer, es decir, de iguales proporciones, pero la piel era lógicamente más tersa, y los pezones reproducían el color exacto de sus labios. La otra diferencia era el piercing que le hincaba uno de ellos.
—Te suponía pezones más oscuros —le susurré.
—Muérdeme el del piercing —ripostó.
Morder no fue exactamente lo que hice. Más bien sujeté con los dientes el aro de plata que le caía sobre el botón erizado y di leves tirones, jugando a desprenderlo. La travesura le gustó. Me lo dijo jadeando, me ordenó repetirlo tanto que acabé por cansarme, pero ella seguía exaltada, poniendo al parecer todo el significado del acto en la recién descubierta naturaleza elástica del pezón.
—Te lo arranco —le advertí.
—Si me lo arrancas, te regalo el piercing —aseguró.
Para hacerla desistir, pues parecía empeñada realmente en que se lo arrancara, comencé a acariciarle los muslos. Hundí una mano entre ellos y la llevé al fondo, en busca de la angosta vía. Presioné con un dedo justo sobre la entrada de la angostura y la sentí estremecerse. Crosandra aceptaba mi propuesta y abría las piernas con una furia que de nuevo me pareció sofisticada, pero pronto me daría cuenta de que no importaba si falseaba o no, si era o no tan resuelta a sus diecinueve años. Cuando aspiré limpiamente de su sexo sentí la sacudida que daba mi saurio, pero después comenzamos él y yo a desafinar, a recogernos, hasta que Crosandra se puso en alerta.
Estiró un brazo y me acarició los hombros, el cuello, pero más que caricias lo que se traía entre manos era una pregunta sobre mi comportamiento. Comencé a incorporarme y le sonreí en esa actitud absurda de que no pasa nada, cuando en realidad ocurre lo peor. Me había dejado perturbar por un detalle, por la extensión inesperada de su clítoris, y lo tomé como un insulto. Era una postura infantil, ahora convengo en ello, pero entonces no supe ser afable. Yo había sido hasta ese momento un fornicador machista, de esos que, por ejemplo, tienen vedada a la hembra la parte posterior. De modo que el clítoris de Crosandra, que me había retado con su cuerpo de pececillo robusto, daría cuenta —como si dijéramos, de un coletazo— de lo que al conocerla me pareció una aventura promisoria.
Me despedí como pude y me fui a la calle. Di algunas vueltas, en espera de la hora en que habitualmente llegaba a mi casa: me demoré incluso un poco más porque pedí un trago en una esquina. Nada de finuras, nada de vodka, un ron sin ralea de a tres pesos el vaso. Cuando entré al cuarto a dejar la ropa me encontré a mi mujer medio desnuda. Se perfumaba frente al espejo, acabada de bañar. La observé en la luna que la deformaba un poco, debido al ángulo incierto, pero se le veían bien los senos. Me le encimé. Pegado a ella desde atrás, cogí un creyón de labios y dibujé en el espejo nuestras iniciales. Sabes que me gustan tus tetas, le dije entonces. Siguió perfumándose, pero intuí que mi frase la halagaba. Me gustan no; me fascinan, declamé. Se pegó más al espejo, y yo rematé:
—Me fascinan no; me embrujan.
—¿Cuál de las dos me dijiste que te atrae más? —se relamió.
—La izquierda —aseveré—, ¿no te gustaría ponerte un piercing?
—¿Un qué? —quiso estar segura.
—Un aro de plata sobre el pezón.
CONTINUARÁ EL DOMINGO PRÓXIMO